5 de agosto de 2008

Una casa para el Señor Biswas


V.S. Naipaul, Una casa para el Señor Biswas, Círculo de Lectores, 2001.

En los años en que la teoría de la posmodernidad y los escritos de Baudrillard encandilaban al mundo académico, se buscaban nuevas literaturas a las que aplicar los nuevos puntos de vista descentralizados. La literatura caribeña, como la chicana, pasó a ser un campo de estudio en boga. Recuerdo a John Skinner recitando a Naipaul mientras caía la nieve al otro lado del cristal, en una de las aulas del Departamento de Lengua Inglesa de la Universidad de Turku, Finlandia. Era era una de las primeras nevadas, esa mañana aún había luz. El exotismo tropical de palabras como “mangoes” (mang-goh) o “criollo”( kree-oh-loh), pronunciados por el perfecto acento británico de Skinner, contrastaban con el paisaje monocromo.
Después de muchos años, hace poco me topé con Una Casa para el Señor Biswas en una librería del barrio, una novela que habla de cómo un hombre aspira, durante toda su vida, a encontrar su lugar en Trinidad.

La isla no tiene más que unos 50.000 habitantes, y su lengua oficial es el inglés, aunque también se usa el español. Su población es mitad negra, mitad hindú, como resultado de los esclavos traídos primero y de la mano de obra barata importada después. El Señor Biswas es uno de esos hindúes de segunda generación, un personaje desintegrado y cómicamente torpe en sus intentos por medrar. Como en La Casa en la Calle Mango de Sandra Cisneros, o Ojos azules de Toni Morrison, la marginalidad se expresa de modo espacial en la casa pobre, la chabola nunca acabada, como la representación opuesta al hogar burgués.
Desde su nacimiento, el Señor Biswas ha sido marcado por la superstición de su entorno. Su marginalidad comienza en el hogar paterno y desde ese momento Naipaul nos describe los espacios que se ve obligado a habitar: la chabola donde una familiar de su madre los recoge tras la muerte del padre, la casa enorme pero destartalada de su opresora familia política, su cuarto como peón del campo de los Tulsis, su fracasado proyecto de construcción, etc. Biswas va descubriendo que hasta dentro de una casa aparentemente próspera como los Almacenes Tulsi, donde habitan multitud de hijas, yernos y nietos, también existen fronteras: de miedo, de desconfianza, de vergüenza, que definen las categorías endogrupales. Estas mismas categorías se traducen en las calles: lenguas y culturas contenidas en barrios, guetos y poblaciones que se prolongan hasta la última frontera natural: el mar que sólo los afortunados cruzarán.
Una casa significa autonomía, pero no sirve cualquier acotación de terreno, sino que Biswas necesita la recreación de una casa concreta: la del colonizador. La bella casa con dos plantas y jardín, fresquera y fregadero, escaleras y balaustrada, el locus de una ideología determinada. Un deseo de escapar de Trinidad, pobre y caótica, para engrosar los valores, conceptos e ideas del hegemónico mundo occidental. Pero detrás de la desilusión de ese falso hogar al que nunca se puede llegar, se encuentra una mentira mayor: la de la metrópolis como hogar que recibe con los brazos abiertos.
Dada la maldición de su nacimiento ("este niño no debe acercarse al agua") y sus pobres condiciones físicas, Biswas no puede emplearse en el trabajo físico. Entre una mayoría de desposeídos y sin-nombre cut¡yo capital es su cuerpo, su lucha por sobrevivir como escritor o funcionario resulta ridícula. Su desintegración representa la de su comunidad, formada por grupos étnicos desposeídos de su cultura madre y minorías desarraigadas en una tierra extraña, como semillas exóticas llevadas a continentes inadecuados, como la mangos en medio de la nieve.

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